En la vibrante arena política catalana, Salvador Illa, ese estratega del equilibrismo verbal, nos ofrece ahora la última moda en soluciones políticas: la consulta pactada sobre el autogobierno, excluyendo con delicadeza cualquier mención a la independencia. Esta propuesta, más adecuada para una obra de teatro de enredos que para la resolución de un conflicto de décadas, pone de manifiesto la habilidad de Illa para vestir el inmovilismo con trajes de alta costura política.
Illa, con su porte de estadista y su discurso afinado, nos invita a creer en la posibilidad de un referéndum que, por arte de magia, reconcilie las aguas turbulentas del independentismo y el constitucionalismo sin mojar a nadie. Una propuesta que, en su sutileza, parece olvidar que el diablo, como siempre, está en los detalles. ¿Cómo contentar a aquellos que sueñan con la independencia ofreciéndoles más autogobierno? ¿Es acaso el autogobierno un sucedáneo barato de la soberanía?
Mientras Illa pinta su lienzo de armonía futura, la realidad se empeña en desmentirlo. El conflicto catalán, lejos de ser una mera discrepancia administrativa, es una profunda herida identitaria y política. La propuesta de Illa, lejos de ser un bálsamo, parece más bien un espejismo diseñado para quienes, desde la comodidad de su pragmatismo, prefieren mirar hacia otro lado mientras Cataluña sigue buscando su lugar en España y en Europa.
Este mago de la política nos ofrece, pues, un truco de prestidigitación: con una mano nos señala el futuro brillante de un autogobierno reforzado, mientras con la otra oculta la caja de Pandora que tal propuesta podría abrir. ¿Quién decidirá los términos de esta consulta? ¿Bajo qué condiciones se aceptarán los resultados? Illa nos invita a un juego de adivinanzas donde las reglas parecen cambiar según sople el viento.
Es innegable que el diálogo es esencial, pero la receta de Illa sabe a poco más que agua con azúcar: dulce al paladar, pero insuficiente para saciar el hambre de soluciones reales. Cataluña merece un debate serio sobre su futuro, no un catálogo de promesas vacuas envueltas en la retórica de la conciliación.
Así, mientras Salvador Illa nos ofrece su versión de la solución política chic, la sociedad catalana y española sigue esperando propuestas que vayan más allá del mero escaparate. El problema catalán no se solucionará con desfiles de moda política ni con espejismos de consenso, sino con el arduo trabajo de construir puentes de entendimiento reales y duraderos.
Y mientras tanto, en este teatro del absurdo, Illa sigue recitando su guion de moderación, esperando que, si lo repite suficientes veces, la realidad acabe por rendirse a sus pies. Pero la política, a diferencia de la magia, rara vez consigue transformar la ilusión en realidad. Quizás ha llegado el momento de cambiar de acto y buscar en el escenario a aquellos dispuestos a enfrentarse a los desafíos con algo más que palabras bonitas y gestos calculados. Porque, al final del día, ni Cataluña ni España necesitan un ilusionista, sino líderes capaces de convertir la ficción en un futuro compartido.